El cerebro, la mente y el espíritu:
El aporte de las neurociencias cognitivas
Embajada de la República Argentina ante la Santa Sede.
Noviembre 2001, Roma
Ut integer spiritus vester, et anima, et corpus,
sine querela in adventu Domini nostri Iesu Christi
servetur (1Th,V,23).
Cum magno tremore et tremula intentione, como decía
Hildegard von Bingen, me atrevo a encarar este tema
complejísimo de las relaciones entre el cerebro, la
mente y el espíritu, desde el punto de vista que nos
ofrecen hoy las neurociencias cognitivas. Pero no
tengo pretensión alguna de presentar una nueva teoría.
Hay suficiente confusión en este campo como para
agregar otra confusión más. Parto simplemente de la
base que estas entidades se pueden distinguir entre sí
en el análisis, según el orden de razón, como decían
los clásicos, pero no especularé sobre su status
ontológico, por ejemplo si son o no tres sustancias
separadas. Tampoco entraré en el debate filosófico y
metafísico sobre la inmortalidad del alma, ni sobre la
unión del alma y el cuerpo, disputa que se remonta a
la antigüedad precristiana y aún continúa en el mundo
anglosajón bajo las formas más acotadas del "mind/body
problem". Pero resumiré, a guisa de ilustración, la
historia de la idea de resurrección de la carne, pues
está muy imbricada con la evolución de las ideas sobre
el cuerpo y el cerebro.
Les ruego tomen mis ideas como simples esbozos, y
sigan el consejo de San Pablo Omnia autem probate:
quod bonum est tenete (1Th,v, 22).
El debate actual
En primer lugar, advierto que, para muchos, el
concepto de alma se ha ido vaciando, se ha convertido
en algo borroso y hasta inútil, en cambio creo que el
concepto de mente ha retomado vigor y está plenamente
"operativo". Además, una formidable convergencia de
disciplinas ha logrado focalizar, correctamente a mi
modo de ver, aquello que me gustaría llamar
"neuromente", la mente como función del cerebro, y no
sólo del cerebro humano. Mente animal y mente
artificial no son hoy conceptos fantasiosos, ambiguos
o contradictorios, son, de hecho, objeto de rigurosos
estudios por parte de la etología y la psicología
comparada (p. ej. lenguaje gestual en los chimpancés)
y de las ciencias de la computación (p. ej. redes
neurales).
Por una parte, es clarísimo que la neuromente, si me
permiten adoptar provisoriamente la expresión, nace,
se desarrolla y muere. El debate actual sobre la
plasticidad neuronal, la clonación, los implantes de
tejido nervioso, las prótesis neuro-computacionales,
la muerte cerebral, etc., son cuestiones - algunas
lacerantes -propias del organismo vivo sometido a
generatione et corruptione, como dirían los antiguos.
Estos nuevos hechos e intervenciones tecnológicas
sobre el cerebro plantean problemas, absolutamente
inéditos, sobre la naturaleza humana, la identidad del
yo y la integridad de la persona, y también sobre la
vida y la muerte. Son temas de una magnitud tal, que
nos exigen crear nuevos instrumentos conceptuales para
poder captarlos. Aún no disponemos de ellos y nos
apoyamos temerosos en andamiajes enclenques y
provisorios, pero hay cierto progreso. Antes se
especulaba sobre ficciones (Gedankenexperimente), por
ejemplo sobre el eventual injerto de un cerebro en
otro cuerpo, y los filósofos se preguntaban si el
cuerpo recibía un nuevo cerebro o el cerebro un nuevo
cuerpo, y cosas parecidas. Hoy, con mayor sutileza y
realismo, nos planteamos - de manera mucho más acotada
- las indicaciones y consecuencias de un implante de
tejido nervioso sano o de un neurochip en un cerebro
lesionado, de la ablación de un hemisferio cerebral
enfermo para preservar al hemisferio sano (Battro,
2000), etc. Este complejo proceso científico tiene
aspectos metodológicos, epistemológicos y deónticos
que resultan inseparables y nos exige la integración
de un gran número de disciplinas y expertos.
Advertimos, sin embargo, que se trata de temas que por
su envergadura no pueden quedar sólo en manos de
expertos, pues nos involucra a todos. Y siguiendo la
vieja regla: quod omnis tangit ab omnibus tractari et
approbari debet... Los comités de ética, nacionales y
locales, son una respuesta práctica a esta demanda y
es menester que se afirmen y se extiendan en las
sociedades democráticas.
¿Pero, qué es el espíritu humano? Aquí entramos en el
misterio del hombre y, si somos creyentes, en el
misterio divino. La mortalidad llama a la
inmortalidad, la Encarnación a la Resurrección. El
primer par puede ser objeto de ciencia, el segundo es
siempre objeto de fe. Para un cristiano el modelo de
hombre es Cristo, y Cristo Resucitado, el Primogénito
de entre los muertos. En el relato evangélico no
resucita un fantasma sino un hombre real, no se
aparece un alma vagabunda, animula vagula, blandula, a
los peregrinos de Emaús sino Jesús de Nazaret que
parte para ellos el pan, un acto contundente, que se
podría repetir hoy, aquí, entre nosotros y que nos
haría implorar otra vez más "quédate con nosotros que
ya es tarde y el día se acaba" (Luc. 24. 29). Veremos
además que el tema central de la resurrección de la
carne ha tenido también una enorme injerencia en la
consolidación de la psicología como ciencia, que las
neurociencias prolongan hoy al debatir la condición de
persona humana en situaciones límites, transplantes de
tejido nervioso, clonación, etc.
Para resumir mi visión del debate actual sobre el
cerebro, la mente y el espíritu diré que percibo una
triple evolución de las ideas, primero una retirada
del concepto tradicional de alma y, paralelamente, de
la psicología clásica como "ciencia del alma", segundo
un enriquecimiento del concepto de mente que se revela
por la relevancia creciente - teórica y práctica - de
las ciencias neurocognitivas, y por último, una
revisión del concepto de espíritu y una eclosión de
nuevas formas de "pneumatología" que agudizan temas
fundamentales como el de la resurrección para algunos
o de la reencarnación para otros. Contemplemos, pues,
con los tres ojos, oculus carnis, oculus mentis et
oculus fidei este misterio el hombre, no cerremos
ninguno de ellos hasta el día en que conozcamos como
somos conocidos... tunc autem cognoscam, sicut et
cognitus sum (1 Cor XIII, 129).
1. La involución de la psicología del alma
Como decía Ebbinghaus, la psicología tiene un largo
pasado pero una corta historia. El tratado de
Aristóteles De Anima fue un texto obligado de estudio
en Occidente y formaba parte de la filosofía
escolástica. En el siglo XVI se cambió el nombre
latino por el griego y Rudolf Goclenius la denominó
Psychologia, pero se siguió usando el mismo
procedimiento especulativo de Aristóteles, que
defendía el hylemorfismo donde el alma es "la forma de
un cuerpo natural que tiene la vida en potencia". De
esta concepción surgió la teoría de las tres almas,
vegetativa, sensitiva y racional. Se llegó incluso a
diferenciar una psychologia de una pneumatología, la
primera era la ciencia del alma unida al cuerpo, la
segunda la del alma separada, espiritual e inmortal.
Sólo en el siglo XVII aparecieron los primeros
intentos de una psicología empírica. En este sentido
la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano
de John Locke, fue decisiva, pues estableció que la
idea de sustancia reposa en la combinación de ideas
simples de las propiedades de las cosas, que se pueden
formar en la mente a partir de la observación y de la
experiencia. Pero fue en el siglo XVIII cuando, a
partir de Christian Wolff, se hizo la distinción entre
psychologia rationalis y psychologia empirica (basada
en la introspección). Finalmente Immanuel Kant
auspició la introducción de cursos de psicología en la
universidad alemana, aunque recién en el siglo XIX, se
crearon los primeros laboratorios de psicología
experimental, convirtiéndose el de Wilhelm Wundt en
Leipzig- también un ferviente cultor de la
introspección - en un centro de irradiación mundial.
En el siglo pasado la psicología científica se
expandió en un enorme abanico de disciplinas, con
miles de investigadores y profesionales en todo el
mundo y se fundaron instituciones poderosas con
recursos económicos considerables. En la década del 60
comenzó a emerger una psicología cognitiva y, en la
actualidad, se ha producido una prodigiosa
convergencia de disciplinas que ha dado lugar a las
neurociencias cognitivas que representan un cambio
radical en nuestra aproximación a la mente humana, tal
vez sólo comparable al que localizó la mente en el
cerebro y no en el corazón.
2. El progreso de las neurociencias cognitivas
Hipócrates, Galeno, Descartes, Gall, Broca, Cajal
marcaron hitos fundamentales en largo proceso que ha
llevado a la "incerebración de la mente", pero sólo en
los últimos veinte años se abrieron nuevos caminos en
nuestra concepción de lo neuro-mental, de la
neuromente. Por una parte, los datos experimentales
obtenidos con los recursos más avanzados de la
biología, la física, la química y la computación han
permitido rehacer el mapa del cerebro humano, por
otra, los progresos realizados principalmente en el
estudio del lenguaje, de la percepción, de la memoria,
tanto en el animal como en el hombre, han descubierto
realidades que ignorábamos, que serán decisivas en la
educación de las nuevas generaciones, en su
neuro-educación. Tal vez sea este el impacto mayor,
hasta el momento considerábamos al cerebro del niño
como un black box, además, por razones obvias no lo
podíamos "abrir", dábamos por sentado que el cerebro
crecía y se desarrollaba durante toda la escolaridad
pero éramos incapaces de ir más allá de esta
verificación trivial.
Hoy gracias a los nuevos métodos "no invasores" como
la resonancia magnética funcional (fMRI) podemos
obtener imágenes del cerebro en actividad, mientras el
individuo piensa, mira, oye, calcula, habla, lee, etc.
Es más, algunos creen que se puede aplicar una
"neurología inversa", que se puede ir de la
observación del cerebro a la predicción del
comportamiento (Dehaene, et al. 1998). Esto significa
que mirando lo que pasa en el cerebro se podrá inferir
- en determinados contextos - lo que el individuo está
haciendo. Ya sabemos, por ejemplo, que la corteza
cerebral que se emplea en lectura de un texto varía de
acuerdo a la lengua nativa de la persona que lee. Así
un hablante inglés utiliza zonas de la corteza
frontal, mientras que un hablante italiano, emplea
áreas del lóbulo temporal, durante la lectura de un
texto en su idioma nativo. Se supone que la actividad
frontal se debe al mayor peso de las transformaciones
fonológicas que exige la lengua inglesa, donde "no se
escribe como se pronuncia" (Paulesu et al. 2000). Una
consecuencia de ello es que observando las imágenes
del cerebro en este preciso contexto experimental, con
sujetos que han consentido libremente en someterse a
estas pruebas, puedo identificar cuál es el cerebro
que está procesando la lengua inglesa y cuál la
italiana. De alguna forma hemos detectado cómo se
inserta la cultura en el cerebro humano, un
descubrimiento capital. Pero, como sucede con todo
avance del conocimiento, la ganancia en el saber no es
neutra y tiene connotaciones éticas. Estas
experiencias "neuromentales" podrían, en otros
contextos no controlados, plantear problemas deónticos
serios, referidos a la invasión de la privacidad del
sujeto, a la violación de la intimidad de la persona.
Es menester hacer un buen uso de este conocimiento de
lo contrario habremos abierto, una vez más, la caja de
Pandora.
Como dije, la aplicación de estos poderosos métodos de
observación en pediatría y en psicología se está
difundiendo y no tardará en llegar a la educación. La
Universidad de Harvard ha tomado la iniciativa bajo el
liderazgo de Kurt Fischer en un programa llamado
Brain, mind and education, tal vez el primero de su
género en el mundo. Todavía es muy temprano para
imaginar aplicaciones sistemáticas de las
neurociencias cognitivas en la educación, no hay
puentes directos entre la neurona y el número pi, ni
existe una píldora para aprender latín, pero se ha
abierto una ventana que ya introduce aire fresco en el
estudio de la enseñanza y del aprendizaje. Algo que
nadie suponía posible hace apenas dos décadas.
También es interesante consignar que uno de los hechos
más significativos ha sido el encuentro provechoso de
filósofos y científicos en este nuevo debate sobre la
mente humana. Merece destacarse, por ejemplo, la
publicación de libros de doble autoría, que inauguran
un nuevo género de diálogo. Dos se destacan por su
influencia, El yo y su cerebro : un argumento para el
interaccionismo, de John C. Eccles y Karl R. Popper
(1977) y Lo que nos hace pensar: La naturaleza y la
regla, de Jean Pierre Changeux y Paul Ricoeur (1998).
Simultáneamente surge en los Estados Unidos un
movimiento liderado por una pareja de filósofos de las
neurociencias, Patricia y Paul Churchland, denominado
Neurofilosofía (1986, 1996) y el neurólogo Antonio R.
Damasio publica con enorme éxito el Error de Descartes
(1994). Se ven reflejados en estos estudios - que
suman decenas de títulos - varias tendencias, en
particular el dualismo interactivo, el subjetivismo
fenomenológico, el neuropsicologismo y el
reduccionismo. El debate es enmarañado y complejo pues
se cruzan muchos niveles de lenguaje y de
experiencias, pero ciertamente no es un debate vano
sino extremadamente enriquecedor. Merecería, por sí
mismo un estudio histórico, epistemológico y
sociológico, sería un buen tema de tesis de doctorado
pero es claro que desborda los límites de esta charla.
3. El regreso de la pneumatología
Para concluir, comprobamos que existe un "auge del
espíritu" en nuestros días, y que
la explosión de las más variadas formas de
espiritualidad, tanto en Occidente como en Oriente, se
ha convertido en materia de estudio científico.
Algunos investigadores como Howard Gardner, han
intentado capturar este fenómeno dentro de un marco
conceptual riguroso y coherente, como es el de las
Inteligencias Múltiples (1983, 1999). Esta teoría
sostiene que hay criterios biológicos, psicológicos y
sociológicos para identificar, por lo menos, ocho
inteligencias en el ser humano, a saber:
interpersonal, intrapersonal, musical, espacial,
corporal, lógico/matemática, lingüística y
naturalista. Gardner se plantea, además, la inclusión
de una "inteligencia espiritual" como parte de una
"inteligencia existencial" más abarcativa, que ha
sometido también a estudio. Es interesante consignar
que tomó a Juan XXIII, como paradigma de desarrollo
espiritual y le dedicó un capítulo en su libro Mentes
líderes (1995). Por su parte, la psicología
evolucionista desarrollada por Barkow, Cosmides y
Tooby (1992), entre otros, establece una serie de
pautas que permiten reconstruir una cierta
"prehistoria de la mente" (Mithen, 1996). Se sabe, por
ejemplo, que el hombre de Neanderthal enterraba a sus
muertos y cubría a sus tumbas de flores, un simbolismo
muy elaborado relacionado con el espíritu y su
trascendencia o inmaterialidad, que precedió en
milenios a otros códigos, como el alfabeto y el
número. Y los estudios sobre la génesis del espíritu y
su evolución proliferan en todas las direcciones. Yo
elegiré ahora, por su pertinencia en el tema que
estamos tratando la línea de investigación de nuestro
compatriota e historiador de la psicología, Fernando
Vidal.(1996, 2001). Su visión sobre el proceso
progresivo de "desencarnación" de la persona humana
puede ayudarnos a interpretar cierto tipo de
espiritualidad contemporánea, y a evaluar los alcances
de una pneumatología, aún difusa, que se presenta como
alternativa de la espiritualidad cristiana.
Para Vidal, estamos asistiendo a una serie histórica
de "amputaciones sucesivas" en el papel que se le
asigna al cuerpo en la identidad de la persona, a una
"desencarnación progresiva", donde el cuerpo ha pasado
a ser, apenas, una "propiedad" contingente de esa
persona. En cambio, en la antropología cristiana el
ser humano no "posee" un cuerpo sino que es alguien
cuya existencia es corporal. Y eso se revela,
particularmente, en la doctrina de la resurrección de
la carne que, con el correr del tiempo sufrió toda
clase de transformaciones. Santo Tomás afirmaba: anima
non est totus homo et anima mea non est ego (Com. Cor.
I). Siglos más tarde el famoso químico inglés Robert
Boyle, publicó en 1675, un opúsculo con el título,
casi surrealista, "Algunas consideraciones
físico-teológicas sobre la posibilidad de la
resurrección" donde defendía una identidad
cualitativa, más que cuantitativa, del cuerpo
resucitado (por cuanto la materia es universal y los
corpúsculos que la componen son intercambiables). Su
amigo Locke llegó a decir que la identidad de la
persona proviene sólo de la conciencia y de la
memoria, por consiguiente no es necesario tener el
mismo cuerpo para ser la misma persona resucitada. Y
afirmaba que si la conciencia de un hombre dependiera
de su dedo meñique ¡ese dedo sería toda la persona! El
debate sobre la resurrección derivaba marcadamente ya
en esa época hacia la persona y no tanto hacia el
cuerpo. Eran los tiempos de la embriología, del
descubrimiento de la stamina, de los filamentos
primordiales, que se observaban por primera vez en el
embrión de pollo. No debió buscar muy lejos el
filósofo y teólogo Samuel Clarke para decir que la
memoria y la conciencia - es decir la persona - podía
residir en esas stamina, gérmenes de vida inmortal.
Continuando en esa dirección el pensador ginebrino
Charles Bonnet sugirió que si la persona depende de la
memoria y la memoria del cerebro, será necesario
postular la existencia dentro del cerebro de un
(pequeño) cerebro indestructible que funcionaría como
germen del cuerpo futuro y glorioso. Y así se fue
perdiendo a fines del siglo XVIII el valor del cuerpo
total, concentrándose en uno de sus órganos, el
cerebro. El proceso de desencarnación continuó
inexorable y hasta hubo algún teólogo que propuso la
resurrección del cerebro en lugar de una resurrección
del cuerpo ¿Un cerebro glorioso en lugar de un cuerpo
glorioso? se pregunta Vidal, sería la apoteosis de la
visión cerebro-céntrica del hombre. Este protagonismo
creciente del cerebro tuvo también un poderoso impacto
en nuestra concepción de la persona humana. Por
ejemplo, algunos definieron la muerte como una "muerte
cerebral" y la vida como una "vida cerebral" que
aparece en el embrión, condición de su status de
persona humana, incluido su status jurídico, como
sujeto de derecho. Pero se puede avanzar aún más en
esta reducción de la persona humana, que llegará a ser
"cortico-céntrica". Es más, si somos coherentes con
esta línea de pensamiento lo único que necesitamos del
cerebro es la información que contiene en su corteza,
y no faltó un físico que postuló que la resurrección
equivaldría a ser simulado por una computadora en el
ciberespacio, lo que sería, en definitiva, el más
allá...
Este reduccionismo extremo es la consecuencia natural
de una desencarnación progresiva del ser humano, cuyos
alcances prácticos y éticos no son menores y deben
alertar a la conciencia cristiana. Seguramente la
confrontación inicialmente no se planteará en este
ámbito espiritual sino en el más terre à terre de las
aplicaciones médicas. En efecto las ablaciones y
transplantes de tejido cerebral y los implantes de
prótesis híbridas o neurochips, ya no son parte de la
ciencia ficción y plantean problemas inéditos sobre el
yo y la persona, sobre su identidad y su
responsabilidad moral.
Para el cristiano Dios es el misterio trascendente
inmanente en nosotros. Por eso lo podemos encontrar.
Tu autem eras interior intimo meo et superius summo
meo decía san Agustín (Confessiones III, 6, 11). Y ese
interior no es un lugar en la mente, ni tiene una
localización cerebral. Se trata de otro orden de
realidad, el orden espiritual, generado por el
misterio de la Creación y proyectado en el misterio de
la Salvación.
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