viernes, 19 de septiembre de 2008

Neurofilosofia y misticismo.

Autor: Javier Del Arco Carabias
Fecha de publicación: Junio 03, 2008

Sobre el camino La Filosofía Universal o Perenne es una visión mínima común del Mundo, un existido un consenso filosófico único, de amplitud universal, que ha sido sostenido por muchos que han compartido las mismas experiencias y han transmitido esencialmente la mismas enseñanzas, hoy o hace seis mil años, a lo largo y a lo ancho del mundo. En este artículo profundizo en la crisis general producida por la “divinización” del ego, del sujeto material, devenido en objeto de lujo, “sobjeto” como dice Verdú. Es una reacción contra la debilidad en el pensar, en el hacer, el gobernar y el vivir. Es un grito contra la filosofía “personista” egocéntrica, materialista y destructora.

Estas verdades de naturaleza universal constituyen el legado experiencial del conjunto de la humanidad, que en todo tiempo y lugar ha llegado a un acuerdo sobre ciertas verdades profundas referidas a la condición humana y sobre cómo acceder a lo Trascendente Esta es una forma de describir lo que es la Philosophia perennis.

Modernamente se afirma que es el lenguaje y la cultura lo que modela todo nuestro conocimiento. En caso de ser esto cierto, y dado que las diversas culturas y lenguajes son muy diferentes entre si, cabría la posibilidad de que apareciera alguna verdad universal o colectiva sobre la condición humana. Desde este punto de vista no existe una condición humana, como tal, sino tan sólo historia humana; y esa historia es muy diferente en cada caso, planteamiento éste claro de relatividad cultural

Ciertamente, existen , sin duda, una diversidad de culturas que poseen un diferente “conocimiento local”, y la investigación de esas diferencias constituye un actividad muy interesante. Pero si bien es cierta la existencia de una relatividad cultural, ello no constituye toda la verdad.

Además de las diferencias culturales evidentes, como son el tipo de alimentación, las estructuras lingüísticas o las costumbres de apareamiento, por ejemplo, existen también muchos otros fenómenos en la existencia humana que son, en gran medida, universales o colectivos. El cuerpo humano, tiene por ejemplo doscientos ocho huesos, un corazón y dos riñones, tanto si se trata de un habitante de París, Pekín o Ciudad del Cabo, y tanto hoy día como hace miles de años. Estas características universales constituyen lo que se denomina “estructuras profundas” porque son esencialmente las mismas en todas partes.

Sin embargo, para que las diversas culturas utilicen esas estructuras profundas de maneras muy diversas, como los chinos que vendaban los pies de sus mujeres o los de Ubangi que estiraban sus labios, o bien el uso de tatuajes y de prendas de verter, los juegos, el sexo y el parto, todo lo cual varía considerablemente de una cultura a otra. Todas estas variables reciben el nombre de “ estructuras superficiales”, porque son locales en vez de universales.

Esto mismo ocurre también en el ámbito de la mente humana. La mente humana posee estructuras superficiales que varían entre las distintas culturas, y estructuras profundas que permanecen esencialmente idénticas independientemente de la cultura considerada. Aparezca donde aparezca, la mente humana tiene la capacidad de formar imágenes, símbolos, conceptos y reglas. Las imágenes y símbolos particulares pueden variar de una cultura a otra, pero lo cierto es que la capacidad de formar esas estructuras mentales y lingüísticas- y las propias estructuras en si- es esencialmente las misma en todas partes. Del mismo modo que el cuerpo humano produce pelo, la mente humana produce símbolos. Las estructuras mentales superficiales varían considerablemente entre sí, pero las estructuras mentales profundas son, por su parte, extraordinariamente similares.

Ahora bien, al igual que el cuerpo humano produce universalmente pelo y que la mente produce universalmente ideas, el espíritu humano también produce universalmente intuiciones sobre lo Divino. Y esas intuiciones y vislumbres configuran el núcleo de las grandes tradiciones espirituales del mundo entero. Y una vez más, aunque las estructuras superficiales de las grandes tradiciones de sabiduría sean, desde luego, muy diferentes entre si, sus estructuras profundas, por el contrario, son muy similares y algunas veces idénticas.

La filosofía perenne se ocupa fundamentalmente de las estructuras profundas del encuentro humano con lo Divino. Porque aquellas verdades sobre las cuales los hindúes, los cristianos, los budistas, los taoístas y los sufíes se hallan en completo acuerdo, suelen referirse a algo profundamente importante, algo que nos habla de verdades universales y de significados últimos, algo que toca la esencia fundamental de la condición humana.

Verdades profundas

Llegados a este punto deberíamos considerar cuales son esas verdades profundas y esos puntos de acuerdo fundamentales?

Como señala Ken Wilber, los más importantes son:

a) El Espíritu existe.

b) El Espíritu está dentro de nosotros.

c) A pesar de ello, la mayor parte de nosotros vivimos en un mundo de ignorancia, separación y dualidad, en un estado de caída ilusorio, y no nos percatamos de ese Espíritu interno.

d) Hay una salida para ese estado de caída, de error o de ilusión; hay un Camino que conduce a la liberación.

e) Si seguimos ese camino hasta el final llegaremos a un Renacimiento, a una Liberación Suprema.

f) Esa experiencia marca el final de la ignorancia básica y el sufrimiento.

g) Al final del sufrimiento conduce a una acción social amorosa y compasiva hacia todos los seres sensibles.

Afirmar con Ken Wilber y además tan categóricamente que el Espíritu existe, me va a poner en una posición incómoda con muchos colegas. Se van a sentir incómodos cuando no van a proceder a descalificarme. Me es igual.

Se que es posible llegar a esa conclusión por diversas vías. Personalmente me decanto por la experiencia directa. Sus afirmaciones no se basan en meras creencias, ideas, teorías o dogmas, sino en la experiencia directa, en la experiencia espiritual Real. Esto es lo que diferencia a los verdaderos místicos de los religiosos de carácter más dogmático.

Ciertamente la experiencia mística es inefable y no puede traducirse enteramente en palabras, pero lo mismo ocurre con cualquier otra experiencia, ya se trate de una puesta de sol, el sabor de una fruta fresca o la armonía de una fuga de Bach.

En cualquiera de estos casos debemos haber tenido la experiencia real para saber de que se trata. Pero no por ello se debe concluir que la puesta de sol, la fruta o la música no existen o son experiencias no válidas. Además, aunque la experiencia mística sea, en gran medida, inefable, puede ser comunicada o transmitida. Así, por ejemplo, de la misma manera que la danza se puede enseñar aunque no se pueda transmitir con palabras, también es posible aprender una determinada práctica espiritual que muchas veces sobreviene a través del cuidado esmerado de un Espíritu que la fe supone y la perfección nos muestra o nos desvela.

Admito que esa experiencia mística que tan verdadera le parece al místico bien puede ser cuestionada. Ningún conocimiento es absolutamente seguro.

También estoy de acuerdo en que la experiencia mística no es más cierta que cualquier otra experiencia directa. Pero ese argumento, lejos de echar por tierra las afirmaciones de los místicos, los eleva, en realidad, al mismo estatus que yo definitivamente acepto. En otras palabras, el mismo argumento que se puede aducir en contra del conocimiento místico puede aplicarse, en realidad, a cualquier otra forma de conocimiento basado en la experiencia evidente, incluida la experiencia empírica. Creo que estoy mirando la luna, pero bien pudiera estar errado; los físicos creen en la existencia de los electrones, pero podrían estar equivocados; los críticos consideran que Hamlet fue escrito por un personaje histórico llamado Shakespeare, pero podrían estar en un error, etc. ¿Cómo podemos estar seguros de la veracidad de nuestras afirmaciones? Mediante más experiencias.

Pues bien, eso es precisamente lo que han estado haciendo históricamente los místicos a lo largo de décadas, siglos y milenios: comprobar y refinar sus experiencias, un récord de constancia histórica que hace palidecer incluso a la ciencia moderna. El hecho de que este argumento, lejos de echar por tierra las afirmaciones de los místicos, lo que hace es conferirles de una manera sumamente adecuada el estatus de auténticos expertos e informados sobre su especialidad y, por consiguiente, los únicos verdaderamente capacitados para establecer aseveraciones al respecto.

Quienes atacan la visión mística afirman que ésta bien podría tratarse de una patología esquizofrénica y, al igual que Wilber, yo afirmo que se sabe que ciertos místicos presentan rasgos esquizofrénicos y aun que haya esquizofrénicos que experimentan intuiciones místicas. Pero desconozco a cualquier autoridad en la materia que crea que las experiencias místicas son básicas y primordialmente alucinaciones esquizofrénicas.

Está claro que también conozco a muchas personas no cualificadas que así lo piensan, y que resultaría difícil convencerlas de lo contrario. Diré, tan solo, que las prácticas espirituales y contemplativas utilizadas por los místicos- como la oración contemplativa o la meditación- pueden ser muy poderosas pero no lo suficiente como para atraer a un número significativo de hombres y mujeres normales, sanos y adultos y, en el curso de unos pocos años, convertirlos en esquizofrénicos delirantes. El Maestro de Zen Hakuin transmitió su enseñanza a ochenta y tres discípulos que se encargaron de revitalizar y organizar el Zen japonés. Ochenta y tres esquizofrénicos alucinados no podrían ponerse de acuerdo ni siquiera para ir al baño...¿Qué habría pasado con el Zen japonés si éste hubiera sido el caso?

En cuanto a la objeción de que la posibilidad de la noción de “ser uno con el espíritu” no sea más que un mecanismo de defensa regresivo para proteger a una persona contra el pánico ante la muerte y lo impermanente, cabe decir que si la “unidad con el Espíritu” fuese simplemente algo más en lo que uno cree y se tratara, por lo tanto, de una idea o una esperanza, entonces, ciertamente, solo formaría parte de la “proyección de inmortalidad” de una persona, es decir, de un sistema de defensa diseñado -como Wilber ha intentado explicar en sus libros “Después del Eden” y “Un Dios sociable”- para protegerse mágica o regresivamente de la muerte bajo la promesa de una prolongación o continuación de la vida.

Tres formas de considerar la experiencia

Pero la experiencia de unidad atemporal con el Espíritu no es una idea o un deseo; es una aprehensión directa. Y sólo podemos considerar esa experiencia directa de tres maneras diferentes:

-Afirmar que se trata de una alucinación, a lo cual acabo de responder.

Asegurar que es un error, cosa que también he rebatido

-O aceptarla como lo que dice ser: una experiencia directa de nuestro Ser Espiritual.

Mi defensa del misticismo genuino, a diferencia de las posiciones tan sólo dogmáticas, tiene un fundamento científico, porque se basa en la evidencia y la comprobación experimental directa. Los místicos te piden que no creas absolutamente en nada y te ofrecen un conjunto de experimentos para que los verifiques en tu propia conciencia.

El laboratorio del místico es su propia mente y el experimento es la meditación. Uno mismo puede verificar y comparar los resultados de tu experiencia con los resultados de otros que también hayan llevado a cabo el mismo experimento.

A partir de ese conjunto de conocimiento experimental, consensualmente validado, llegas a ciertas leyes del espíritu, o a ciertas “verdades profundas” si preferimos llamarlo así.

Y esto nos lleva de nuevo a la filosofía perenne, a la filosofía mística y a sus siete grandes principios. El segundo principio era: el espíritu está dentro de nosotros, de ti.

El espíritu está dentro de ti, hay todo un universo en tu interior. El asombroso mensaje de los místicos es que en el centro mismo de tu ser, tú vives la divinidad. Estrictamente hablando, Dios no está dentro ni fuera, ni en este o aquel lugar concreto -ya que el Espíritu trasciende toda dualidad y está fuera-dentro del espacio y el tiempo- pero uno lo descubre buscando fuertemente adentro, hasta que ese “adentro” termina convirtiéndose en “más allá”.

El Chandogya Upanishad nos ofrece la formulación más conocida de esta verdad inmortal cuando dice:

“En la misma esencia de tu ser no percibes la Verdad, pero en realidad está ahí. En eso, que es la esencia sutil de tu propio ser, todo lo que existe Es. Esa esencia invisible es el Espíritu del universo entero. Eso es lo Verdadero, eso es el Ser. ¿Y tú? Eso eres tú”.

Tat Tuam, Asi, tú eres Eso. Es innecesario decir que el “tú” que es “Eso”, el tú que es Dios, no es tu identidad individual y separada, el ego, ésta o aquella identidad, el Sr. o la Sra. de Tal. De hecho, el yo individual o ego es precisamente lo que impide que tomemos conciencia de tu Identidad Suprema.

Ese “tú”, por el contrario, es nuestra esencia más profunda, o si lo preferimos, nuestro aspecto más elevado, la esencia sutil -como lo describe el Upanishad- que trasciende nuestro ego mortal y participa directamente de lo Divino. En el judaísmo se le llama el Ruach, el espíritu divino y supraindividualidad que se halla en cada uno de nosotros, y que se diferencia del nefesh, el ego individual.

En el Cristianismo, por su parte, es el pneuma, el espíritu que mora en nosotros y que es de la misma naturaleza que Dios, y no la psique o alma individual que, en el mejor de los casos, solo puede adorar a Dios. Como dijo Coomaraswamy, la distinción entre el espíritu inmortal y eterno de una persona y su psique (entendida ésta como capacidad sensorial e intelectiva limitada) individual y mortal (el ego) constituye un principio fundamental de la filosofía perenne.

El caso de San Pablo es muy claro. Éste dijo o: “Vivo. Pero no soy yo, sino Cristo, quien vive en mi”. ¿Significa eso que San Pablo descubrió su verdadera Identidad, que era uno con Cristo y que éste sustituyó a su antiguo y pequeño ego, su alma o psique individual?

Realmente así es. Nuestro Ruach o fundamento es la Realidad Suprema, no tu nefesh, tu ego. Si crees que tu ego individual es Dios estás evidentemente en situación comprometida pero decirlo suavemente. De hecho, estarías padeciendo una psicosis, una esquizofrenia paranoide. No es eso, por cierto, lo que conciben los más grandes filósofos y sabios del mundo.

Tercera cuestión: la caída

Entremos ahora en el tercer punto. Si realmente soy uno con Dios ¿por qué no me doy cuenta? Algo me está separando del espíritu ¿Por qué esta Caída? ¿Cuál ha sido el error? Las diferentes tradiciones, dan distintas respuestas a este asunto, pero todas ellas concluyen fundamentalmente en lo siguiente:

“No puedo percibir mi Verdadera Identidad, mi unión con el Espíritu, porque mi conciencia está obnubilada y obstruida por alguna actividad; aunque recibe muchos nombres diferentes, es simplemente la actividad de contraer y centrar la conciencia en mi yo individual, en mi ego personal. Mi conciencia no se halla abierta, relajada y centrada en Dios, sino cerrada, contraída y centrada en mí mismo. Y es precisamente la identificación con esa contracción en mi mismo y la consiguiente exclusión de todo lo demás lo que me impide encontrar o descubrir mi identidad anterior, mi verdadera identidad con el Todo”.

Mi naturaleza individual “el hombre natural” ha caído y vive en el error, separado y alienado del Espíritu y del resto del mundo. Estoy separado y aislado del mundo de “ahí afuera”, un mundo que percibo como si fuera completamente externo, ajeno y hostil a mi propio ser. En cuanto a mi propio ser en sí, desde luego que no parece ser uno con el Todo, con todo lo que existe, uno con el Espíritu Infinito, sino que, por el contrario, permanece encerrado y aprisionado dentro de las paredes limitadoras de este cuerpo mortal.

Esta situación la llamaremos “dualismo” porque me divido a mí mismo en un “sujeto” separado del mundo de los “objetos” ubicados ahí fuera y, a partir de ese dualismo original, sigo dividiendo el mundo en todo tipo de opuestos en conflicto: placer y dolor, bien y mal, verdad y mentira, etc. Según la filosofía perenne, la conciencia que se halla dominada por el dualismo sujeto-objeto, no puede percibir la realidad tal como es, la realidad en su totalidad, la realidad como Identidad Suprema. En otras palabras: el error es la contracción de uno mismo, la sensación de identidad separada, el ego. El error no descansa en algo que hace el pequeño yo, sino en algo que es.

Y aún más: ese ser contraído, ese sujeto aislado “aquí dentro”, al no reconocer su verdadera identidad con el Todo experimenta una aguda sensación de carencia, de privación, de fragmentación. En otras palabras: la sensación de estar separado, de ser un individuo separado, da nacimiento al sufrimiento, da nacimiento a la “caída”.

El sufrimiento no es algo que ocurre al estar separado, sino que es algo inherente a esa condición. “Pecado”, “sufrimiento” y “yo” no son sino diferentes nombres para un mismo proceso que consiste en la contracción y fragmentación de la conciencia.

Por eso es imposible rescatar al ego del sufrimiento. Como dijo Gautama el Buda: para poner fin al sufrimiento debes abandonar al pequeño yo o ego; pues ambas cosas nacen y mueren al mismo tiempo.

Así que este mundo dualista es el mundo de la caída y el pecado original, es la contracción del ser, el auto contracción en cada uno de nosotros.

No son sólo los místicos orientales sino también los occidentales quienes definen el pecado y el Infierno como algo inherente al estado de identidad separada. El yo separado y a su codicia, deseo y huída, carentes de amor, está en la antesala del infierno, si no ya en el infierno mismo.

Es cierto que Oriente -y en especial el Budismo y el Hinduismo- hacen mucho hincapié en equiparar al Infierno –o Samsara- con el ego separado e individualista. Pero en los escritos de los místicos católicos, de los gnósticos, de los cuáqueros, de los cabalistas y de los místicos islámicos también nos encontramos con las mismas imágenes.

Al respecto, hay un texto interesante de William Law, un místico cristiano inglés del siglo XVIII que dice: “He aquí la verdad resumida. Todo pecado, toda muerte, toda condenación y todo infierno no son sino el reino del yo, del ego. Las diversas actividades del narcisismo, del amor propio y del egoísmo que separan el alma de Dios y abocan a la muerte y al infierno eterno”.

O las palabras del sufí Abi l-Khayr: “No hay Infierno sino individualidad, no hay Paraíso sino altruismo”.

También encontramos este mismo tipo de declaraciones entre los místicos cristianos, como nos lo demuestra la afirmación de la Theología germánica de que “lo único que arde en el infierno es el ego”.

En sánscrito, este “pequeño yo” o alma individual se denomina ahamkara, que significa “nudo” o “contracción”; y es este ahamkara, esta contracción dualista o egocéntrica de la conciencia, lo que constituye la raíz misma del estado de caída. Llegamos así al cuarto gran principio de la filosofía perenne: hay una forma de superar la Caída, una forma de cambiar este estado de cosas, una forma de desatar el nudo de la ilusión y el error básico.

Rendirse o comenzar a morir a esa sensación de ser una identidad separada, al pequeño yo, a la contracción sobre uno mismo es empezar a morir para siempre. Si queremos descubrir nuestra identidad con el Todo debemos abandonar nuestra identificación errónea con el ego aislado. Pero esta Caída se puede revertir instantáneamente comprendiendo que, en realidad, nunca ha tenido lugar, ya que solo existe Dios y, por consiguiente, el yo separado nunca ha sido más que una ilusión. Sin embargo, para la mayor parte de nosotros, esa situación debe ser superada gradualmente paso a paso, con ayuda, con la ayuda más apropiada según su credo. Claro, sin credo, sin guía, resulta todo mucho más complicado.

Existe un Camino

En otras palabras, el cuarto principio de la filosofía perenne afirma que existe un Camino y que, si lo seguimos hasta el final, terminará conduciéndonos desde el estado de caída hasta el estado de iluminación, desde el Samsara hasta el Nirvana, desde el Infierno hasta el Cielo.

Naturalmente, hay diversos “caminos” que constituyen lo que estoy llamando genéricamente “el Camino” y nuevamente se trata de diferentes estructuras superficiales que comparten todas ellas la misma estructura profunda. En el Hinduismo, por ejemplo, se dice que hay cinco grandes caminos o yogas. “Yoga” significa sencillamente “unión”, la unión del alma con la Divinidad. La palabra inglesa yoke, la castellana yugo, la hitita yugan, la latina jugum, la griega zugon y muchas otras proceden de la misma raíz.

En este sentido, cuando Cristo dice: “Mi yugo es leve”, está queriendo decir “Mi yoga es fácil”. Pero quizá podamos simplificar todo esto diciendo que todos esos caminos, ya sean hinduistas, cristianos o provenientes de cualquier otra tradición de sabiduría, se dividen en dos grandes caminos.

A este respecto conviene recordar algunas cuestiones importantes. Hay dos caminos, uno de ellos consiste en expandir tu ego hasta el infinito y el segundo en reducirlo a la nada; el primero es una vía de conocimiento mientras que el segundo, por el contrario, es una vía devocional. Cristo dijo: “Yo soy el camino de la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí”. Un Jnani (sabio hindú) también dijo: “Yo soy Dios, la Verdad universal”. Un Devoto, por su parte, dice: “Yo no soy nada ¡OH Dios! Tú lo eres todo”. Recordemos Prov. 14:12: “Hay un camino que parece derecho para el hombre, pero su final es un camino de muerte”.

En todos estos casos desaparece la sensación de identidad separada. La clave del asunto es que cualquiera de estos dos casos el individuo que recorre el Camino trasciende o muere al pequeño yo y redescubre, o resucita, a su Identidad Suprema con el Espíritu universal. Y eso nos lleva al quinto gran principio de la filosofía perenne, es decir, el del Renacimiento, la Resurrección o la Iluminación. El pequeño yo debe morir para que dentro de nuestro ser pueda resucitar el gran Yo.

Las distintas tradiciones describen esa muerte y nuevo renacimiento con nombres muy diversos. Así, por ejemplo, en el Cristianismo recibe los nombres de Adán –a quien los místicos llaman el “Hombre Viejo” u “Hombre Externo” y del que se dice que abrió las puertas del Infierno– y de Jesús -el “Hombre Nuevo” u “Hombre Interno” que abre las puertas del Paraíso- pues en opinión de los místicos, la muerte y resurrección de Jesús constituye el arquetipo de la muerte del yo separado y la resurrección a un destino nuevo y eterno dentro de la corriente de la conciencia, a saber, el Ser Divino o Crístico y su Ascensión.

Como dijo San Agustín: “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios”.

En el Cristianismo, este proceso de retorno desde la condición “humana” a la condición “Divina”, de la persona externa a la persona interna, se denomina “Metanoia”, una palabra que significa tanto “arrepentimiento” como “transformación”. En tal caso, nos arrepentimos del pequeño yo (el ego individualista) y nos transformamos en el Ser (o Cristo), de modo que, como afirmaba San Pablo, “no soy yo sino Cristo quien vive en mí”.

De manera similar, el Islam denomina tawbah (que significa “arrepentimiento”) y también galb (que significa “transformación”) a esa muerte y resurrección que Al-Bistami resume del siguiente modo:

”Olvidarse de sí es recordar a Dios”.

Tanto en el Hinduismo como en el Budismo se describe esta muerte y resurrección siempre como la muerte del alma individual (jivatman) y el despertar a esa verdadera naturaleza de la persona que los hindúes describen metafóricamente como Totalidad del Ser (Brahman) y los budistas describen como Apertura Pura (Shunyata). El momento en que tiene lugar esa ruptura o renacimiento se denomina iluminación o liberación (Moksha o Kaivalya).

El Lankavatara Sutra describe la experiencia de la iluminación como “una transformación completa en la misma esencia de la conciencia”. Esta “transformación” consiste simplemente en desactivar la tendencia habitual a crear un yo separado y substancial donde, de hecho, sólo existe una conciencia clara, abierta y amplia. El Zen denomina Satori o Kensho a esta transformación o Metanoia. “Ken” significa verdadera naturaleza y “sho” significa “ver directamente”.

La Iluminación y el Ego

Ver directamente nuestra verdadera naturaleza es convertirse en un Ser totalmente autorrealizado. Y como dijo el filósofo cristiano Maestro Eckhart: “En esta transformación he descubierto que Dios y yo somos lo mismo”.

La iluminación, aunque supone un cambio profundo y a veces se experimenta realmente como una muerte real, en realidad esto se refiere a la muerte del ego individualista.

Los relatos de esa experiencia, que pueden ser muy dramáticos pero también muy sencillos y nada espectaculares; afirman claramente que de repente te despiertas y descubres que, entre otras cosas, y por más extraño que pueda parecer, tu verdadero ser es todo lo que has estado mirando hasta ese momento, que literalmente eres uno con todo lo manifestado, uno con el universo y que, en realidad, no te vuelves uno con Dios y el todo, sino que entonces tomas conciencia de que eternamente has sido esa unidad sin haberte percatado antes de ello. Pero junto a ese sentimiento, junto al descubrimiento del Ser que todo lo impregna, se experimenta también la sensación muy concreta de que tu pequeño ego ha muerto, que ha muerto de verdad. El Zen llama al Satori “la Gran Muerte”.

Eckhart era igual de categórico. “El alma-dijo- debe darse a sí misma”. Coomaraswamy dice: “Solo cuando nuestro ego muere comprendemos finalmente que no hay nada con lo que podamos identificarnos y entonces podemos transformarnos realmente en lo que ya somos”.

Y surge tras esto una pregunta fundamental: ¿Al trascenderse el pequeño ego se descubre la eternidad?

Siempre que no consideremos que la eternidad es un tiempo que no acaba nunca sino un momento sin tiempo, el presente eterno, el ahora atemporal.

El Ser no mora para siempre en el tiempo sino en el presente atemporal previo al tiempo, previo a la historia, al cambio, a la sucesión, al Cosmos.

El espíritu, el Ser, está presente en el sentido de ser Pura Presencia, no en el de estar en un ahora interminable que es sino una noción concebida desde una óptica demasiado terrena.

En cualquiera de los casos, el sexto gran principio fundamental de la filosofía perenne afirma que la iluminación o liberación pone fin al sufrimiento. Su causa es el apego y el deseo de nuestra identidad separada; y lo que pone fin al sufrimiento es el camino meditativo que trasciende al pequeño yo y al deseo y el apego. El sufrimiento es inherente a ese nudo o contracción llamado ego y la única forma de acabar con el sufrimiento es trascender el ego.

No se trata que después de la iluminación, o después de la práctica espiritual en general, ya no sientas dolor, angustia, miedo o daño. Todavía sientes eso, si. Lo que simplemente ocurre es que esos sentimientos ya no amenazan tu existencia y, por tanto, dejan de constituir un problema para ti. Ya no te identificas con ellos, ya no los dramatizas, ya no tienen energía, ya no te resultan amenazadores.

Por una parte, ya no hay ningún ego fragmentado que pueda sentirse amenazado y, por otra, nada puede amenazar a ese gran Yo del Ser original y auténtico, puesto que, siendo el Todo, no hay nada ajeno a él que pueda hacerle daño. Esta situación produce una profunda relajación y distensión de los sentidos y de la mente. Por más sufrimiento que experimente ahora el individuo, su verdadero Yo no se siente amenazado. El sufrimiento puede presentarse y puede desaparecer, pero ahora la persona está firmemente asentada y segura en “la paz que sobrepasa el entendimiento”. El sabio experimenta el sufrimiento, pero éste no le hace “daño”.

Y como es consciente del sufrimiento, se siente motivado por la compasión y el deseo de ayudar a quienes sufren y creen en la realidad del sufrimiento.

Y esto nos conduce al último punto de Wilber, la motivación del iluminado. Se dice que la verdadera iluminación deriva en una acción social inspirada por la misericordia y la compasión, en un intento de ayudar a todos los seres humanos a alcanzar la Liberación Suprema. La actividad iluminada no es más que un servicio desinteresado. Como todos somos uno en el mismo Ser, entonces, al servir a los demás estoy sirviendo a mi propio Ser.

Javier Del Arco Carabias

Biólogo y Filósofo, es profesor de Universidad y Coordinador Científico de la Fundación Vodafone España

Notas:

Fuente: http://www.tendencias21.net/biofilosofia/index.php?action=article&numero=45

Domingo 01 Junio 2008

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