lunes, 25 de agosto de 2008

Conferencia de Antonio Battro en la Santa Sede

El cerebro, la mente y el espíritu:

El aporte de las neurociencias cognitivas

Antonio M. Battro

Conferencia

Embajada de la República Argentina ante la Santa Sede.

Noviembre 2001, Roma

Ut integer spiritus vester, et anima, et corpus,

sine querela in adventu Domini nostri Iesu Christi

servetur (1Th,V,23).

Cum magno tremore et tremula intentione, como decía

Hildegard von Bingen, me atrevo a encarar este tema

complejísimo de las relaciones entre el cerebro, la

mente y el espíritu, desde el punto de vista que nos

ofrecen hoy las neurociencias cognitivas. Pero no

tengo pretensión alguna de presentar una nueva teoría.

Hay suficiente confusión en este campo como para

agregar otra confusión más. Parto simplemente de la

base que estas entidades se pueden distinguir entre sí

en el análisis, según el orden de razón, como decían

los clásicos, pero no especularé sobre su status

ontológico, por ejemplo si son o no tres sustancias

separadas. Tampoco entraré en el debate filosófico y

metafísico sobre la inmortalidad del alma, ni sobre la

unión del alma y el cuerpo, disputa que se remonta a

la antigüedad precristiana y aún continúa en el mundo

anglosajón bajo las formas más acotadas del "mind/body

problem". Pero resumiré, a guisa de ilustración, la

historia de la idea de resurrección de la carne, pues

está muy imbricada con la evolución de las ideas sobre

el cuerpo y el cerebro.

Les ruego tomen mis ideas como simples esbozos, y

sigan el consejo de San Pablo Omnia autem probate:

quod bonum est tenete (1Th,v, 22).

El debate actual

En primer lugar, advierto que, para muchos, el

concepto de alma se ha ido vaciando, se ha convertido

en algo borroso y hasta inútil, en cambio creo que el

concepto de mente ha retomado vigor y está plenamente

"operativo". Además, una formidable convergencia de

disciplinas ha logrado focalizar, correctamente a mi

modo de ver, aquello que me gustaría llamar

"neuromente", la mente como función del cerebro, y no

sólo del cerebro humano. Mente animal y mente

artificial no son hoy conceptos fantasiosos, ambiguos

o contradictorios, son, de hecho, objeto de rigurosos

estudios por parte de la etología y la psicología

comparada (p. ej. lenguaje gestual en los chimpancés)

y de las ciencias de la computación (p. ej. redes

neurales).

Por una parte, es clarísimo que la neuromente, si me

permiten adoptar provisoriamente la expresión, nace,

se desarrolla y muere. El debate actual sobre la

plasticidad neuronal, la clonación, los implantes de

tejido nervioso, las prótesis neuro-computacionales,

la muerte cerebral, etc., son cuestiones - algunas

lacerantes -propias del organismo vivo sometido a

generatione et corruptione, como dirían los antiguos.

Estos nuevos hechos e intervenciones tecnológicas

sobre el cerebro plantean problemas, absolutamente

inéditos, sobre la naturaleza humana, la identidad del

yo y la integridad de la persona, y también sobre la

vida y la muerte. Son temas de una magnitud tal, que

nos exigen crear nuevos instrumentos conceptuales para

poder captarlos. Aún no disponemos de ellos y nos

apoyamos temerosos en andamiajes enclenques y

provisorios, pero hay cierto progreso. Antes se

especulaba sobre ficciones (Gedankenexperimente), por

ejemplo sobre el eventual injerto de un cerebro en

otro cuerpo, y los filósofos se preguntaban si el

cuerpo recibía un nuevo cerebro o el cerebro un nuevo

cuerpo, y cosas parecidas. Hoy, con mayor sutileza y

realismo, nos planteamos - de manera mucho más acotada

- las indicaciones y consecuencias de un implante de

tejido nervioso sano o de un neurochip en un cerebro

lesionado, de la ablación de un hemisferio cerebral

enfermo para preservar al hemisferio sano (Battro,

2000), etc. Este complejo proceso científico tiene

aspectos metodológicos, epistemológicos y deónticos

que resultan inseparables y nos exige la integración

de un gran número de disciplinas y expertos.

Advertimos, sin embargo, que se trata de temas que por

su envergadura no pueden quedar sólo en manos de

expertos, pues nos involucra a todos. Y siguiendo la

vieja regla: quod omnis tangit ab omnibus tractari et

approbari debet... Los comités de ética, nacionales y

locales, son una respuesta práctica a esta demanda y

es menester que se afirmen y se extiendan en las

sociedades democráticas.

¿Pero, qué es el espíritu humano? Aquí entramos en el

misterio del hombre y, si somos creyentes, en el

misterio divino. La mortalidad llama a la

inmortalidad, la Encarnación a la Resurrección. El

primer par puede ser objeto de ciencia, el segundo es

siempre objeto de fe. Para un cristiano el modelo de

hombre es Cristo, y Cristo Resucitado, el Primogénito

de entre los muertos. En el relato evangélico no

resucita un fantasma sino un hombre real, no se

aparece un alma vagabunda, animula vagula, blandula, a

los peregrinos de Emaús sino Jesús de Nazaret que

parte para ellos el pan, un acto contundente, que se

podría repetir hoy, aquí, entre nosotros y que nos

haría implorar otra vez más "quédate con nosotros que

ya es tarde y el día se acaba" (Luc. 24. 29). Veremos

además que el tema central de la resurrección de la

carne ha tenido también una enorme injerencia en la

consolidación de la psicología como ciencia, que las

neurociencias prolongan hoy al debatir la condición de

persona humana en situaciones límites, transplantes de

tejido nervioso, clonación, etc.

Para resumir mi visión del debate actual sobre el

cerebro, la mente y el espíritu diré que percibo una

triple evolución de las ideas, primero una retirada

del concepto tradicional de alma y, paralelamente, de

la psicología clásica como "ciencia del alma", segundo

un enriquecimiento del concepto de mente que se revela

por la relevancia creciente - teórica y práctica - de

las ciencias neurocognitivas, y por último, una

revisión del concepto de espíritu y una eclosión de

nuevas formas de "pneumatología" que agudizan temas

fundamentales como el de la resurrección para algunos

o de la reencarnación para otros. Contemplemos, pues,

con los tres ojos, oculus carnis, oculus mentis et

oculus fidei este misterio el hombre, no cerremos

ninguno de ellos hasta el día en que conozcamos como

somos conocidos... tunc autem cognoscam, sicut et

cognitus sum (1 Cor XIII, 129).

1. La involución de la psicología del alma

Como decía Ebbinghaus, la psicología tiene un largo

pasado pero una corta historia. El tratado de

Aristóteles De Anima fue un texto obligado de estudio

en Occidente y formaba parte de la filosofía

escolástica. En el siglo XVI se cambió el nombre

latino por el griego y Rudolf Goclenius la denominó

Psychologia, pero se siguió usando el mismo

procedimiento especulativo de Aristóteles, que

defendía el hylemorfismo donde el alma es "la forma de

un cuerpo natural que tiene la vida en potencia". De

esta concepción surgió la teoría de las tres almas,

vegetativa, sensitiva y racional. Se llegó incluso a

diferenciar una psychologia de una pneumatología, la

primera era la ciencia del alma unida al cuerpo, la

segunda la del alma separada, espiritual e inmortal.

Sólo en el siglo XVII aparecieron los primeros

intentos de una psicología empírica. En este sentido

la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano

de John Locke, fue decisiva, pues estableció que la

idea de sustancia reposa en la combinación de ideas

simples de las propiedades de las cosas, que se pueden

formar en la mente a partir de la observación y de la

experiencia. Pero fue en el siglo XVIII cuando, a

partir de Christian Wolff, se hizo la distinción entre

psychologia rationalis y psychologia empirica (basada

en la introspección). Finalmente Immanuel Kant

auspició la introducción de cursos de psicología en la

universidad alemana, aunque recién en el siglo XIX, se

crearon los primeros laboratorios de psicología

experimental, convirtiéndose el de Wilhelm Wundt en

Leipzig- también un ferviente cultor de la

introspección - en un centro de irradiación mundial.

En el siglo pasado la psicología científica se

expandió en un enorme abanico de disciplinas, con

miles de investigadores y profesionales en todo el

mundo y se fundaron instituciones poderosas con

recursos económicos considerables. En la década del 60

comenzó a emerger una psicología cognitiva y, en la

actualidad, se ha producido una prodigiosa

convergencia de disciplinas que ha dado lugar a las

neurociencias cognitivas que representan un cambio

radical en nuestra aproximación a la mente humana, tal

vez sólo comparable al que localizó la mente en el

cerebro y no en el corazón.

2. El progreso de las neurociencias cognitivas

Hipócrates, Galeno, Descartes, Gall, Broca, Cajal

marcaron hitos fundamentales en largo proceso que ha

llevado a la "incerebración de la mente", pero sólo en

los últimos veinte años se abrieron nuevos caminos en

nuestra concepción de lo neuro-mental, de la

neuromente. Por una parte, los datos experimentales

obtenidos con los recursos más avanzados de la

biología, la física, la química y la computación han

permitido rehacer el mapa del cerebro humano, por

otra, los progresos realizados principalmente en el

estudio del lenguaje, de la percepción, de la memoria,

tanto en el animal como en el hombre, han descubierto

realidades que ignorábamos, que serán decisivas en la

educación de las nuevas generaciones, en su

neuro-educación. Tal vez sea este el impacto mayor,

hasta el momento considerábamos al cerebro del niño

como un black box, además, por razones obvias no lo

podíamos "abrir", dábamos por sentado que el cerebro

crecía y se desarrollaba durante toda la escolaridad

pero éramos incapaces de ir más allá de esta

verificación trivial.

Hoy gracias a los nuevos métodos "no invasores" como

la resonancia magnética funcional (fMRI) podemos

obtener imágenes del cerebro en actividad, mientras el

individuo piensa, mira, oye, calcula, habla, lee, etc.

Es más, algunos creen que se puede aplicar una

"neurología inversa", que se puede ir de la

observación del cerebro a la predicción del

comportamiento (Dehaene, et al. 1998). Esto significa

que mirando lo que pasa en el cerebro se podrá inferir

- en determinados contextos - lo que el individuo está

haciendo. Ya sabemos, por ejemplo, que la corteza

cerebral que se emplea en lectura de un texto varía de

acuerdo a la lengua nativa de la persona que lee. Así

un hablante inglés utiliza zonas de la corteza

frontal, mientras que un hablante italiano, emplea

áreas del lóbulo temporal, durante la lectura de un

texto en su idioma nativo. Se supone que la actividad

frontal se debe al mayor peso de las transformaciones

fonológicas que exige la lengua inglesa, donde "no se

escribe como se pronuncia" (Paulesu et al. 2000). Una

consecuencia de ello es que observando las imágenes

del cerebro en este preciso contexto experimental, con

sujetos que han consentido libremente en someterse a

estas pruebas, puedo identificar cuál es el cerebro

que está procesando la lengua inglesa y cuál la

italiana. De alguna forma hemos detectado cómo se

inserta la cultura en el cerebro humano, un

descubrimiento capital. Pero, como sucede con todo

avance del conocimiento, la ganancia en el saber no es

neutra y tiene connotaciones éticas. Estas

experiencias "neuromentales" podrían, en otros

contextos no controlados, plantear problemas deónticos

serios, referidos a la invasión de la privacidad del

sujeto, a la violación de la intimidad de la persona.

Es menester hacer un buen uso de este conocimiento de

lo contrario habremos abierto, una vez más, la caja de

Pandora.

Como dije, la aplicación de estos poderosos métodos de

observación en pediatría y en psicología se está

difundiendo y no tardará en llegar a la educación. La

Universidad de Harvard ha tomado la iniciativa bajo el

liderazgo de Kurt Fischer en un programa llamado

Brain, mind and education, tal vez el primero de su

género en el mundo. Todavía es muy temprano para

imaginar aplicaciones sistemáticas de las

neurociencias cognitivas en la educación, no hay

puentes directos entre la neurona y el número pi, ni

existe una píldora para aprender latín, pero se ha

abierto una ventana que ya introduce aire fresco en el

estudio de la enseñanza y del aprendizaje. Algo que

nadie suponía posible hace apenas dos décadas.

También es interesante consignar que uno de los hechos

más significativos ha sido el encuentro provechoso de

filósofos y científicos en este nuevo debate sobre la

mente humana. Merece destacarse, por ejemplo, la

publicación de libros de doble autoría, que inauguran

un nuevo género de diálogo. Dos se destacan por su

influencia, El yo y su cerebro : un argumento para el

interaccionismo, de John C. Eccles y Karl R. Popper

(1977) y Lo que nos hace pensar: La naturaleza y la

regla, de Jean Pierre Changeux y Paul Ricoeur (1998).

Simultáneamente surge en los Estados Unidos un

movimiento liderado por una pareja de filósofos de las

neurociencias, Patricia y Paul Churchland, denominado

Neurofilosofía (1986, 1996) y el neurólogo Antonio R.

Damasio publica con enorme éxito el Error de Descartes

(1994). Se ven reflejados en estos estudios - que

suman decenas de títulos - varias tendencias, en

particular el dualismo interactivo, el subjetivismo

fenomenológico, el neuropsicologismo y el

reduccionismo. El debate es enmarañado y complejo pues

se cruzan muchos niveles de lenguaje y de

experiencias, pero ciertamente no es un debate vano

sino extremadamente enriquecedor. Merecería, por sí

mismo un estudio histórico, epistemológico y

sociológico, sería un buen tema de tesis de doctorado

pero es claro que desborda los límites de esta charla.

3. El regreso de la pneumatología

Para concluir, comprobamos que existe un "auge del

espíritu" en nuestros días, y que

la explosión de las más variadas formas de

espiritualidad, tanto en Occidente como en Oriente, se

ha convertido en materia de estudio científico.

Algunos investigadores como Howard Gardner, han

intentado capturar este fenómeno dentro de un marco

conceptual riguroso y coherente, como es el de las

Inteligencias Múltiples (1983, 1999). Esta teoría

sostiene que hay criterios biológicos, psicológicos y

sociológicos para identificar, por lo menos, ocho

inteligencias en el ser humano, a saber:

interpersonal, intrapersonal, musical, espacial,

corporal, lógico/matemática, lingüística y

naturalista. Gardner se plantea, además, la inclusión

de una "inteligencia espiritual" como parte de una

"inteligencia existencial" más abarcativa, que ha

sometido también a estudio. Es interesante consignar

que tomó a Juan XXIII, como paradigma de desarrollo

espiritual y le dedicó un capítulo en su libro Mentes

líderes (1995). Por su parte, la psicología

evolucionista desarrollada por Barkow, Cosmides y

Tooby (1992), entre otros, establece una serie de

pautas que permiten reconstruir una cierta

"prehistoria de la mente" (Mithen, 1996). Se sabe, por

ejemplo, que el hombre de Neanderthal enterraba a sus

muertos y cubría a sus tumbas de flores, un simbolismo

muy elaborado relacionado con el espíritu y su

trascendencia o inmaterialidad, que precedió en

milenios a otros códigos, como el alfabeto y el

número. Y los estudios sobre la génesis del espíritu y

su evolución proliferan en todas las direcciones. Yo

elegiré ahora, por su pertinencia en el tema que

estamos tratando la línea de investigación de nuestro

compatriota e historiador de la psicología, Fernando

Vidal.(1996, 2001). Su visión sobre el proceso

progresivo de "desencarnación" de la persona humana

puede ayudarnos a interpretar cierto tipo de

espiritualidad contemporánea, y a evaluar los alcances

de una pneumatología, aún difusa, que se presenta como

alternativa de la espiritualidad cristiana.

Para Vidal, estamos asistiendo a una serie histórica

de "amputaciones sucesivas" en el papel que se le

asigna al cuerpo en la identidad de la persona, a una

"desencarnación progresiva", donde el cuerpo ha pasado

a ser, apenas, una "propiedad" contingente de esa

persona. En cambio, en la antropología cristiana el

ser humano no "posee" un cuerpo sino que es alguien

cuya existencia es corporal. Y eso se revela,

particularmente, en la doctrina de la resurrección de

la carne que, con el correr del tiempo sufrió toda

clase de transformaciones. Santo Tomás afirmaba: anima

non est totus homo et anima mea non est ego (Com. Cor.

I). Siglos más tarde el famoso químico inglés Robert

Boyle, publicó en 1675, un opúsculo con el título,

casi surrealista, "Algunas consideraciones

físico-teológicas sobre la posibilidad de la

resurrección" donde defendía una identidad

cualitativa, más que cuantitativa, del cuerpo

resucitado (por cuanto la materia es universal y los

corpúsculos que la componen son intercambiables). Su

amigo Locke llegó a decir que la identidad de la

persona proviene sólo de la conciencia y de la

memoria, por consiguiente no es necesario tener el

mismo cuerpo para ser la misma persona resucitada. Y

afirmaba que si la conciencia de un hombre dependiera

de su dedo meñique ¡ese dedo sería toda la persona! El

debate sobre la resurrección derivaba marcadamente ya

en esa época hacia la persona y no tanto hacia el

cuerpo. Eran los tiempos de la embriología, del

descubrimiento de la stamina, de los filamentos

primordiales, que se observaban por primera vez en el

embrión de pollo. No debió buscar muy lejos el

filósofo y teólogo Samuel Clarke para decir que la

memoria y la conciencia - es decir la persona - podía

residir en esas stamina, gérmenes de vida inmortal.

Continuando en esa dirección el pensador ginebrino

Charles Bonnet sugirió que si la persona depende de la

memoria y la memoria del cerebro, será necesario

postular la existencia dentro del cerebro de un

(pequeño) cerebro indestructible que funcionaría como

germen del cuerpo futuro y glorioso. Y así se fue

perdiendo a fines del siglo XVIII el valor del cuerpo

total, concentrándose en uno de sus órganos, el

cerebro. El proceso de desencarnación continuó

inexorable y hasta hubo algún teólogo que propuso la

resurrección del cerebro en lugar de una resurrección

del cuerpo ¿Un cerebro glorioso en lugar de un cuerpo

glorioso? se pregunta Vidal, sería la apoteosis de la

visión cerebro-céntrica del hombre. Este protagonismo

creciente del cerebro tuvo también un poderoso impacto

en nuestra concepción de la persona humana. Por

ejemplo, algunos definieron la muerte como una "muerte

cerebral" y la vida como una "vida cerebral" que

aparece en el embrión, condición de su status de

persona humana, incluido su status jurídico, como

sujeto de derecho. Pero se puede avanzar aún más en

esta reducción de la persona humana, que llegará a ser

"cortico-céntrica". Es más, si somos coherentes con

esta línea de pensamiento lo único que necesitamos del

cerebro es la información que contiene en su corteza,

y no faltó un físico que postuló que la resurrección

equivaldría a ser simulado por una computadora en el

ciberespacio, lo que sería, en definitiva, el más

allá...

Este reduccionismo extremo es la consecuencia natural

de una desencarnación progresiva del ser humano, cuyos

alcances prácticos y éticos no son menores y deben

alertar a la conciencia cristiana. Seguramente la

confrontación inicialmente no se planteará en este

ámbito espiritual sino en el más terre à terre de las

aplicaciones médicas. En efecto las ablaciones y

transplantes de tejido cerebral y los implantes de

prótesis híbridas o neurochips, ya no son parte de la

ciencia ficción y plantean problemas inéditos sobre el

yo y la persona, sobre su identidad y su

responsabilidad moral.

Para el cristiano Dios es el misterio trascendente

inmanente en nosotros. Por eso lo podemos encontrar.

Tu autem eras interior intimo meo et superius summo

meo decía san Agustín (Confessiones III, 6, 11). Y ese

interior no es un lugar en la mente, ni tiene una

localización cerebral. Se trata de otro orden de

realidad, el orden espiritual, generado por el

misterio de la Creación y proyectado en el misterio de

la Salvación.

Referencias

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